
Gotrek desgarraba la noche con sus ronquidos bestiales. Era bruto incluso dormido, y martilleaba la cabeza de Maleneth con cada resuello. El ruido reverberaba en el pecho del matador y agitaba la cadenita que le colgaba desde una oreja a la nariz. El brasero de su hacha rúnica todavía ardía, pero ya se había apagado la luz de sus mugrientos músculos. El matador se movió como si fuera a hablar, soltó un eructo repugnante y volvió a quedarse inmóvil. Había estado bebiendo durante horas, tragando cerveza como si fuera agua, hasta que se derrumbó al lado de un retrete rodeado de los cadáveres de los que habían tenido la pésima idea de intentar robarle. En este rincón de Shyish nunca amanecía, pero ni siquiera la perpetua penumbra mantenía oculta la runa enterrada en el pecho de Gotrek; una gran losa de poder bruñido. Era el vínculo que lo unía a ella. El rostro de un dios la miraba con ferocidad desde las costillas del matador y le exigía que mantuviera la serenidad.
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